Ciertamente para no correr riesgos tormentosos, intentaré escribir cada letra “con pies de plomo”, sobre un pavimento de huevos. No debería ser esto tan aventurado para un real “Macabeo” que asume las tradicionales tareas domésticas y mal concebidas para el “sexo débil”, tan mías como las de mi querida mujer (¿será malo decir “mi”?).
Consecuente, soy un eximio hacedor de camas, jardinero, lava lozas, aseador, aunque no tan buen cocinero. No obstante, y con agrado (o por lo menos como solidario trabajador en tareas comunes) no he llegado al equiángulo de creer y aceptar, que somos iguales. Desde luego, fisiológicamente somos diferentes, sentimos distinto, miramos la vida de manera diferente, lo que no significa contradictorio.
Postular, por lo tanto, la igualdad suena a contrasentido.
Ser distintos no tiene nada de peyorativo, un león y una jirafa son diferentes y, que yo sepa, no hay reproche entre ellos. Parece, entonces, que la controversia va por lo de los derechos y libertades. Sólo un ciego podría decir que, por ejemplo, en el tema laboral, las mujeres son claramente perjudicadas en sus rentas y posibilidades de acceder al trabajo. Una sociedad por siglos en poder del hombre, es imposible que no haya forjado tal disparidad.
Del mismo modo, muchas libertades individuales han privilegiado al “sexo fuerte” con el desmedro natural a su contraparte. Aunque hoy por hoy y en nuestro país la legislación (entiéndase, la legislación) ya ha emparejado la cancha y, cuidado, hasta desnivelado en favor de las féminas.
Que falta implementación, no hay duda. Por ejemplo, cuidarlas en su privilegiada maravilla que es engendrar; protegerlas, idearles trabajos preferentes de media jornada para que las que no aborrecen de la maternidad, puedan abrazar esa semilla, determinante para la felicidad (¡y existencia!) de las nuevas generaciones, con toda la atención y el amor que requieren.
No somos iguales y eso es una bendición, no una discriminación.
Propiciar la igualdad, como me parece apreciar en las feministas más entusiastas, pareciera una desproporción si aceptamos los términos descritos. Sin ser mojigato para nada (¡que me caiga una condena!) no comulgo con esos pechos descubiertos para protestar, cuando uno los desearía delicadamente cubiertos para echar a correr la imaginación y la libido.
Clamo y reclamo a la creación el derecho para que, sin procacidad, sin agresión o aprovechamiento del estatus, poder celebrarles, como lo haría con una rosa, sus bellezas y, ojalá, (derecho invertido) también que Uds. nos pudieran lisonjear. ¡Son nuestras minas! (léase como la riqueza mineral oculta para ser descubierta bajo el escote de la tierra) nacidas para ser compañeras, carne de una sola carne, las que sin sus besos nada fecundo se engendraría.
¡Por favor no nos quiten ese placer, inicio de la nueva vida que, sin un hombre y una mujer, marchitada y extinguida estará la creación! Súmense a doña Juana de Ibarbourou la que, a lo mejor, fundida en una higuera proclamaba: “Y tal vez, a la noche, cuando el viento abanique su copa, embriagada de gozo le cuente: ¡Hoy a mí me dijeron hermosa!
Ignacio Cárdenas Squella.
Periodista
Junta de Adelanto del Maule
Fuente: Diario El Centro.